Misteriosa muerte de un doctor: Zamitis fue encontrado con un balazo en la cabeza dentro de su auto
LA PRENS Ainformó, el viernes 18 de junio de 1965, que al galeno lo habrían ejecutado de un solo tiro en la cabeza y el caso representó todo un crucigrama
Carlos Álvarez
LA PRENSA informó, el viernes 18 de junio de 1965, que un profundo misterio rodeaba la muerte del doctor Rubén Zamitiz Bonilla, de 32 años de edad, quien fue encontrado un día antes en el interior de su lujoso automóvil con un balazo en el temporal derecho, tiro que le ocasionó una muerte instantánea.
El caso fue un verdadero crucigrama policiaco, pero tenía una solución que a todo mundo se le escapó en aquel año, cuando apareció sin vida el médico, cuya existencia no fue investigada a fondo por la policía.
Por su parte, el comandante del Servicio Secreto, Jesús García Jiménez, interrogó a la señora Rosario Portillo de Zamitiz, esposa del galeno, quien ignoraba las correrías amorosas de su marido.
El hecho de que se le hubieran conocido muchas aventuras al médico hacía suponer a la policía que fue una mujer quien lo asesinó. Sin embargo, el Servicio Secreto no se atrevió a confirmar tal versión.
Al galeno se le encontraron muchísimas credenciales, pero nadie se preguntó por qué razón ostentaba tantas identificaciones, sin necesitarlas.
La policía descartó la posibilidad de que hubiese sido él mismo quien se disparó, porque existían detalles numerosos que hacían presumir que el homeópata de profesión “fue asesinado y abandonado en el lugar de los hechos”.
El cadáver fue encontrado el día 17 de junio, por la mañana, poco después de las siete horas, en la parte izquierda del asiento delantero del vehículo, que estaba estacionado en la calle de Cerezas, casi esquina con Tejocote, colonia del Valle.
El doctor tenía la cabeza ligeramente flexionada hacia el cristal y había escurrimiento de sangre en el rostro, camisa, saco y pantalón, así como en el respaldo del asiento, de acuerdo con la lógica del suicidio o agresión mortal.
Con base en cálculos de los médicos forenses, el médico tenía como seis horas de haber fallecido.
El impacto de la bala homicida permitió establecer inicialmente que se había utilizado un calibre pequeño, quizá .22, de acuerdo con los primeros datos recabados por peritos en balística. El arma con la que se supone “le dispararon al doctor”, no fue encontrada por ningún lado.
“En la mano derecha, el doctor Zamitiz aprisionaba un pequeño frasco con pastillas que eran usadas, en algunos, casos para activar los alumbramientos prematuros. La mano izquierda la tenía fuertemente asida de la manija de la portezuela del mismo lado, quizá en un intento por abrirla”.
Cabe hacer la observación que el frasco, lleno de pastillas para abortos, lo tenía el doctor en la mano izquierda, que posiblemente “nunca estuvo fuertemente asida de la manija de la portezuela del mismo lado, quizá en un intento por abrirla”. Y resulta que la manija delantera izquierda estaba absolutamente libre y, por lo tanto, caía por su propio peso.
La mano derecha tampoco tenía “fuertemente asido ningún frasco”. Si hubiese sido cierto lo de las manos ocupadas, la izquierda “fuertemente” asida a la manija respectiva como “en un intento por abrirla” y la derecha con un frasco “fuertemente” asido, entonces no habría habido posibilidad de un suicidio y sí de un crimen.
Pero esas minucias ya habían sido detectadas por los detectives, quienes habían observado la escena desde diferentes ángulos y formulándose posibles preguntas con soluciones plausibles.
El homeópata vestía elegantemente con un traje negro a rayas delgadas, camisa blanca, corbata oscura, zapatos y calcetines de buena calidad. Llevaba, asimismo, un fino reloj de oro con calendógrafo, yugo, mancuernillas y pisacorbata de plata, así como un anillo de oro blanco con amatista.
En sus bolsillos fueron encontrados cuatro recibos del Banco de Comercio por las siguientes sumas: uno por 22,203.30 pesos; otro por 3,900 pesos, y dos más por 700 y 300 pesos, que actualmente arrojarían un depósito total de 27,000 pesos y fracción.
Se le encontró también al galeno una funda de pistola manchada de sangre, un llavero, un billete de Lotería Nacional y únicamente un billete rojo de un peso, así como una tarjeta de crédito.
Los policías 1707 y 1709 informaron al agente del Ministerio Público de la Décima Delegación, que los agentes de la patrulla 3551 del Servicio Secreto “penetraron al automóvil y registraron el cuerpo por espacio de varios minutos, a pesar de que los policías les advirtieron que tenían órdenes de que nadie tocara nada hasta que llegaran los peritos”.
El vehículo estaba abierto, al igual que el switch. En su interior fueron encontrados un muestrario de placas metálicas y credenciales policiacas de diversas corporaciones; dos estaban en el parabrisas. Una con los colores patrios con la leyenda: México, y la otra con la siguiente inscripción: Gobierno Constitucional del Estado de México, Dirección General de Tránsito 1964. Asesor.
Es decir, un homeópata, ¿en qué podía asesorar al Departamento de Tránsito de alguna entidad? Nada de eso se investigó en su oportunidad.
El obrero textil Víctor González Jiménez, con domicilio en Tejocotes 42, dijo a la policía que llegó a su casa alrededor de la 0:30 horas y que el auto, Ford Galaxie 62, estaba estacionado frente al 47 de la calle Cerezas. El trabajador nada vio anormal ni se percató quién o quiénes estaban en el interior del vehículo, por lo que se metió a dormir sin darle mayor importancia.
Otros vecinos del lugar dijeron que tampoco se habían dado cuenta de algo, pues “no se oyó detonación alguna”. Y no fue sino hasta en la mañana del 17 de junio de 1965, en que alguien pasó por el lugar, cuando se percató del caso y dio aviso a las autoridades de que en el interior de un automóvil negro, con cristales polarizados, estaba un hombre aparentemente herido, pues desde el exterior se advertían huellas de sangre.
Rápidamente, el personal de la Décima Delegación se trasladó al lugar y se cercioró de la llamada telefónica... Eran aproximadamente las nueve de la mañana cuando sonó el teléfono del consultorio del doctor Mario Zamitiz (padre de Rubén) quien se apresuró a contestar. Una voz de hombre, desconocida, preguntó al médico si conocía a Rubén y luego dijo que estaba sin vida en un auto negro.
Inmediatamente, el doctor Zamitiz se comunicó con su hermano Virgilio Ruffo Bonilla y su yerno, Tomás L. Ortega, quienes se trasladaron de inmediato a la Décima Delegación y posteriormente al cruce de Cerezas y Tejocotes, donde estaba estacionado el Ford Galaxie.
Después de trasladar el cadáver del profesionista al anfiteatro de la comisaría, los peritos químicos de la Procuraduría de Justicia del Distrito llevaron a cabo la “Prueba de la Parafina”, con el propósito de determinar si había huellas de pólvora o no en las manos de la víctima. Como dicho resultado fue “negativo”, “se descartó la posibilidad de que se hubiese disparado el doctor”.
Nuevamente, se ponía a girar la rueda de molino: “la prueba de la parafina” nunca fue determinante para saber si alguien había disparado un arma de fuego. Podía aportar ciertos indicios, eso sí, pero jamás resultó concluyente, por las fallas de interpretación y en las soluciones químicas.
“La prueba de la parafina” podía resultar positiva en manos de fumadores que no hubiesen utilizado armas de fuego recientemente. Y negativa en manos de homicidas cuyos abogados sabían trucos para eliminar en las extremidades superiores todo indicio de pólvora en “áreas típicas de disparo”, señalaba el investigador Julio Villarreal, quien en su momento desenmarañó este caso policiaco.
Así que anteriormente se coordinaban los peritos “para no fallar”, preguntaban datos y si todo apuntaba “hacia un crimen”, pues reforzaban con sus dictámenes las teorías encaminadas a demostrar el homicidio.
Total, que el doctor “no se había disparado”. Tomás L. Ortega se negó a proporcionar informes de su pariente “porque se veían muy poco”. En cambio, Virgilio Ruffo Bonilla, en tono mesurado, dijo que su sobrino era un poco desorganizado en su vida. Tenía muchas amigas, con quienes salía frecuentemente. Agregó que en San Pedro Azcapotzaltongo, Estado de México, tenía un consultorio y que los miércoles de cada semana acostumbraba ir para dar consulta, según su propio dicho.
Ejercía la profesión de homeópata con permiso del Estado de México y “estaba en trámite su cédula profesional” y siempre “andaba armado porque, según él, andaba metido en la política del Estado de México”.
Tenía aproximadamente seis años de casado, de acuerdo con la declaración que proporcionó su tío, con la señora Rosario Portillo, quien curiosamente no pudo ser localizada por los reporteros, pues no estuvo presente ni para identificar el cadáver de su esposo ni en ninguna de las averiguaciones que llevaron a cabo las autoridades para tratar de esclarecer el asunto.
Diversos nombres y direcciones de mujeres tenía el occiso anotados entre sus documentos personales, entre los que figuraban Amanda, Paquita, Rosa, Irma y Violeta, a quienes la policía interrogó para tratar de conocer el móvil del crimen.
Aunque, entre tantas sospechosas también figuró el nombre de un sujeto a quien detuvo la policía. Se trató de Emilio García Sastré, amigo de la víctima, quien aseguró no saber nada del caso.
Dijo que había conocido a Zamitiz Bonilla algunos meses atrás en una casa de boliches, pero que ya tenía varios días que no lo había visto; era sospechoso porque el auto en el que fue encontrado Zamitiz era de él. Agregó que sabía que era muy amiguero, pero nunca le confesó haber tenido problemas con alguna por “algún desliz”; además de que se hacía pasar como alguien influyente.
Varias mujeres fueron investigadas
Era un auténtico misterio el que rodeaba la muerte del galeno Rubén Zamitiz Bonilla, en junio de 1965; el caso representó un crucigrama policiaco.
El asunto tenía una solución que todos ignoraron en aquel año, cuando apareció sin vida el médico… el suicidio. Pero su vida no fue investigada a fondo por la policía.
El infortunado galeno tenía aproximadamente seis años de casado con la señora Rosario Portillo de Zamitiz, quien también sería interrogada en su domicilio de la calle Santa Gertrudis 74, colonia del Valle, y poco o nada sacó en claro, o no quiso transmitir la información obtenida.
Se sabía que era una mujer tranquila y hogareña, y que tuvo siempre un matrimonio avenido. Rosario, desde luego, ignoraba las correrías de su esposo.
Suponían “los investigadores policiacos” que por el hecho de que se le hubieran conocido muchas aventuras amorosas al galeno, “habría sido una mujer quien lo asesinara”…, sin embargo, no se atrevían los agentes del Servicio Secreto a afirmar esa idea.
Se supo también que el doctor Rubén Zamitiz fue visto a las nueve de la noche del día “del crimen” en el Aeropuerto Internacional. Ahí estuvo acompañando a un mayor del Ejército, de nombre Salvador Díaz, quien a esa hora abandonó la Ciudad de México.
Por cierto, que la presencia del militar despejaba una de las incógnitas del caso. Se recordará que la Policía Judicial encontró un muestrario de placas metálicas que traía consigo el médico. Se creía que Salvador Díaz tenía algo que ver con la fabricación de esas placas.
Y diversos nombres y direcciones de mujeres tenía el doctor Zamitiz anotados entre sus documentos personales. La policía deseaba interrogar a esas personas para conocer “el móvil del asesinato”.
Una de ellas era la señora Ema Iga Sallegh, esposa del teniente de la Policía Federal de Caminos, Saúl Ávila. Esta declaró una y otra vez que sí conocía a Zamitiz, pero que nunca aceptó salir con él.
Eran muy buenos amigos y en ocasiones el doctor llegó a confiarle algunos problemas sentimentales que tenía como consecuencia de la vida disipada que llevaba. En relación al “asesinato” tampoco pudo explicar qué sucedió en el interior del Ford Galaxie, estacionado en la esquina de Cerezas y Tejocotes, colonia del Valle, donde el galeno fue hallado sin vida, el viernes 18 de junio.
Por su parte, la señora María Magdalena Mendoza de Arias, quien sostenía amistad con el doctor Zamitiz, dijo que el mismo día en que Rubén “fue asesinado” le pidió que la llevara en auto a Santa Anita, pero no pudo porque en el Ford Galaxie llevaba a dos chicas hermosas y con una de ellas tenía compromiso.
De todas maneras, llevó a la señora hasta el primer cuadro de la ciudad de México, precisamente la dejó en el Jardín de Santo Domingo, en las calles de Brasil y se disculpó al no poder llevarla hasta Santa Anita. Él continuó con rumbo a la Plaza de la Constitución, perdiéndose de vista...
Una de las chicas “era novia” del galeno y lo besaba con frecuencia. Se supo que María Magdalena fue, al parecer, la última persona que vería con vida al galeno.
Así pues, a 24 horas después de haber sido encontrado sin vida el cuerpo del médico, la policía había llegado a la conclusión de que “no se había suicidado y, en cambio, fue víctima de un atentado mortal”.
Pero algunos investigadores no reflexionaban en varios detalles: siempre andaba armado Zamitiz porque según él era político del Estado de México, utilizaba credenciales múltiples para “gozar de impunidad” -lo que debió dar indicios de sus abusos- y tenía muchas amigas con las que salía con frecuencia.
¿Una persona de tales características, que necesitaba andar armada y tener credenciales policiacas para “defenderse”, no se hubiera dejado matar, a corta distancia, en el interior de un auto que no era suyo, sin oponer resistencia?
Además, sólo a una persona de confianza le hubiera permitido el doctor abordar el Ford Galaxie.
¿Por qué no se dijo que en el auto hubo señales de lucha o forcejeo? ¿Por qué se inventó lo de las manos ocupadas “fuertemente”? ¿Por qué no se indicó que las manchas hemáticas correspondían a una maniobra suicida?
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Sospechoso torturado por el servicio secreto
Y el Servicio Secreto detuvo como sospechoso del “crimen” a Emilio García Sastré, amigo de la víctima, quien aseguró no saber nada del caso. Se le pidió colaboración a fin de que sus declaraciones pudieran abrir un camino de luz por donde se colara una pista segura. También fue detenido otro hombre, cuyo nombre no se dio a conocer a los periodistas, “pues una sola publicación pudiera ser negativa para los fines policiacos…”, pero se supo que fue amigo del infortunado galeno.
Emilio habló con el reportero de LA PRENSA y en todo momento se mostró hosco. Aceptó la amistad que desde hacía dos años lo ligaba con el médico, a quien conoció en un boliche, pero de ninguna manera se consideró íntimo del homeópata.
Era aquel hombre, en su momento, el elemento más importante que como base de su investigación tenía el Servicio Secreto.
Emilio García Sastré reconoció que el auto Ford Galaxie era de él y no de Zamitiz, quien se hacía pasar como influyente y tenía muchas credenciales de diferentes policías, “con las que gozaba de impunidad”.
Por si fuera poco, Emilio García Sastré fue torturado por instrucciones del comandante del Octavo Grupo de Agentes del Servicio Secreto, J. Jesús García Jiménez, también excelador de la Cárcel del Carmen.
Ocho días permaneció “sujeto a investigación” García Sastré. El mayor Rafael Rocha Cordero presintió siempre que algo andaba mal en las averiguaciones, pero jamás criticó la actuación de sus compañeros.
Así, el Servicio Secreto, considerado por muchos, un cuerpo policiaco espurio, era señalado una vez más como instrumento brutal, donde el detenido era víctima de tormento físico y moral por parte de los agentes que recurrían a la acción directa para arrancar declaraciones y confesiones de antemano fabricadas.
Y resultó que García Sastré no era homicida, pero sí podía conseguir títulos profesionales falsos, como el que tramitaba para su conocido Zamitiz, quien no tenía cédula profesional y, por lo tanto, trabajaba a base de “permisos”. ¿No que era muy conocido e influyente?...
El Ministerio Público no quiso perjudicar a García Sastré, cautivo durante ocho días en los separos del Servicio Secreto.
También dijo García Sastré que el Servicio Secreto estaba lleno de ineptos, “a falta de una pista, un dato concreto, poco faltó para que me declarara culpable del homicidio de mi amigo Rubén Zamitiz”.
Aseguró que los métodos de J. Jesús García Jiménez eran inquisitoriales, pues “el excelador de la Cárcel del Carmen sólo tenía argumentos de fuerza que utilizaba para arrancar confesiones…”
Y la Policía Judicial dijo que Emilio García Sastré había mentido en sus declaraciones.
Aseguró al Servicio Secreto que en más de un mes no había visto al doctor Rubén Zamitiz, declaración que resultó falsa. Fue careado con las hermanas Isabel y María de la Luz Díaz Ruiz, quienes lo identificaron como el hombre que estuvo con el doctor dos días antes del “crimen”.
Las hermanas dijeron que el martes 15 de junio estuvieron en casa de Emilio García Sastré -en la calle Perla 10, de la colonia Industrial-, acompañado del doctor Zamitiz.
“Esa tarde -dijeron-, acompañamos al doctor a que fuera a visitar a Emilio García. Estuvieron platicando cerca de 20 minutos y el primero entregó una pistola y una cámara fotográfica a Sastré. Hablaron de varios asuntos y nos retiramos. Sastré se quedó en su casa, y no volvimos a saber de él”.
Sastré, al verse desenmascarado, aceptó que recibió la visita del homeópata.
Emilio García tuvo la cátedra de Biología en el IPN y trabajó en la Oficina de Espectáculos durante 10 años; Zamitiz fue subordinado suyo y, por cierto, “utilizaba una pistola calibre .45, pero adaptada con carro .22, de la marca Colt”.
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Nadie escuchó el disparo mortal. Puede ser cierto, porque generalmente, los cartuchos .22 no se “queman” con gran estruendo. Pero también puede ser falso, porque mucha gente se entera de cuestiones importantes, pero nada declara para no meterse en problemas. Seguramente el doctor se quitó la vida…
Llegaron los policías preventivos. El auto estaba abierto. Alguien robó la pistola; probablemente fueron los ocupantes de la patrulla del Servicio Secreto, quienes “bolsearon” al suicida a pesar de que los preventivos se molestaron porque tenían órdenes de que nadie alterara la escena del crimen o suicidio.
Los agentes ignoraron la advertencia de los uniformados y se llevaron también casi todo el dinero que llevaba el doctor... ¿O era lógico suponer que un individuo que posee el equivalente a 27 millones de pesos viejos en el banco, no llevara más que un billete rojo de a peso en los bolsillos, cuando que atender a sus numerosas novias pod’a exigirle gastos elevados en cualquier momento?
Apostamos a que los agentes robaron el arma, al considerarla “de colección”, sin fijarse que sólo tenía alterado el mecanismo y ostentaba un carro de menor calibre. La confusión entre los irresponsables “investigadores” del Ministerio Público fue tanta, posteriormente, que tampoco dieron importancia a la ensangrentada funda de pistola que entre las pertenencias del galeno se apreciaba.
Es decir, para ellos, los supuestos investigadores, “el o la criminal desarmó al médico, le dio un balazo en zona típica de suicidio y abandonó el auto, sin que algún vecino se percatara”. Sólo porque no apareció el arma, el caso fue calificado como crimen, asesinato u homicidio.
Así las cosas, la policía no tenía un punto fijo de partida. La muerte del doctor quedó en las mismas condiciones misteriosas, sin que el Servicio Secreto haya podido dar un paso adelante en la investigación.
Las mujeres que tuvieron relaciones con el homeópata y que eran interrogadas por la Policía Judicial quedaron en libertad sin poner nada en claro con sus declaraciones. Todo lo que se había dicho en torno al “crimen” eran meras especulaciones.
Y el catedrático Emilio García Sastré estuvo a punto de ser enviado a prisión injustamente acusado de “haber matado al médico Rubén Zamitiz Bonilla”, en junio de 1965, en la colonia del Valle.
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