Cofre de Leyendas / El hilo rojo del destino
En un rincón de Japón se tejían destinos a través de hilos invisibles que conectaban a cada ser humano
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Héctor Román / El Sol de Zacatecas
En un rincón perdido del tiempo, en la mística tierra de Japón, se tejían destinos a través de hilos invisibles que conectaban las vidas de cada ser humano. La leyenda habla de una bruja anciana, poseedora de un poder único: la capacidad de ver esos hilos etéreos que cruzaban la existencia, entrelazando corazones y almas como si fueran los delicados hilos de un gran telar cósmico.
El joven Emperador, en el esplendor de su juventud, había oído susurros sobre la bruja y su don extraordinario. Dominado por una curiosidad insaciable, mandó llamar a la hechicera, ansioso por descubrir quién se encontraba al extremo del hilo atado a su meñique imperial. En su mente, se dibujaban imágenes de una bella esposa, la futura Emperatriz que llenaría de luz su solitaria existencia.
Cuando la bruja llegó ante él, su presencia era tal que las flores del palacio parecían inclinarse ante su sabiduría. Sin titubear, emprendió el camino, siguiendo el hilo que partía del dedo meñique del Emperador. Caminó sin prisa, dejando atrás la opulencia del palacio, atravesando la bulliciosa ciudad, hasta que finalmente llegó a una pequeña aldea donde el tiempo parecía fluir de manera más tranquila.
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En esa aldea, un mercado vibrante desplegaba su vida cotidiana, con humildes campesinos ofreciendo sus tesoros cotidianos. Fue en uno de esos puestos, cargado de frutas y verduras, donde la bruja encontró a una mujer muy delgada, con un bebé en brazos, cuya fragilidad contrastaba con la energía del lugar. Al acercarse, la bruja hizo un gesto de amabilidad y le pidió que se levantara; luego, mirando a los ojos del Emperador, pronunció unas palabras que resonaron como un eco ominoso: “Aquí termina tu hilo”.
La ira brotó en el corazón del Emperador, confundido y herido en su orgullo. Despreciando las palabras de la hechicera, empujó el puesto de la mujer, logrando que ella cayera y su bebé se deslizara de sus brazos, golpeándose la frente contra el suelo. Un lamento recorrió el aire, pero el Emperador estaba tan embriagado por su furia que no prestó atención a las consecuencias de su acto.
Los años pasaron, y en el palacio, el Emperador, ahora maduro, enfrentó la ineludible tarea de elegir una esposa. La Corte, entre murmullos de ambición y estrategia, decidió que lo más conveniente para el Imperio sería que su elegida fuera la hija de un General influyente. Así, el día de la boda llegó, impregnando el palacio con un aire festivo. El Emperador, emocionado, aguardaba la llegada de su prometida, su corazón latiendo lleno de expectativa y nerviosismo.
Finalmente, cuando la novia apareció en la estancia, su rostro cubierto por un velo etéreo, el tiempo pareció detenerse. Con manos temblorosas, el Emperador levantó el velo que ocultaba sus rasgos, y en ese mismo instante, el mundo se volvió gris. Una cicatriz surcaba la frente de la mujer, una marca imborrable que resonaba con un eco de su pasado compartido, la marca que él mismo había causado años atrás, cuando la rabia nubló su juicio.
La revelación lo golpeó con la fuerza de una tormenta. Allí estaba, la mujer que había sido vinculada a él por el mismo hilo invisible que había intentado ignorar. El destino, en su forma más cruda y hermosa, le recordaba que sus acciones tenían peso, que cada hilo que veían los ojos de la bruja era un recordatorio de la conexión que él había quebrantado sin piedad.
La verdad se instaló en su corazón: en el juego de la vida, nunca se puede romper un hilo sin que su efecto se sienta de vuelta. Y así, el Emperador se vio atrapado entre el amor que había forjado sin saberlo y el eco de su propia maldad. La leyenda de la bruja, aquellos hilos invisibles, se convirtió en un relato eterno, recordándole siempre que en cada elección reside un poder formidable, tanto para unir como para dividir.